viernes, 4 de junio de 2021

Tiempo de novelas

 

Hay libros tan profusamente escritos; tan amargamente elaborados que nos dejan en los labios el amargo sabor de la derrota, la sensación en la carne del hierro candente, la cicatriz en el cuerpo que no habrá cirugía que vuelva estética; tan oscuramente trazados que solo podemos saber lo que siente el que está al borde del abismo y oye las sirenas que lo llaman desde el fondo; tan desesperanzadamente hermosos que nos quitan la esperanza para siempre; tan convincentes que nos persuaden de convertirnos en mártires de una religión que rinde culto a un dios que solo se contenta con determinados sacrificios humanos; tan increíblemente crueles que nos dejan para siempre un hueco en las entrañas y no habrá sutura que les valga; tan desaforadamente hueros que el alma de quien se adentre en sus páginas vagará para siempre en el laberinto que tejen sus desmanes y no habrá madeja de hilo que los devuelva a la salida; tan desafortunadamente dolorosos que nos agarran alguna de nuestras arterias principales  y presionan hasta que dejemos de sentir dolor, tan desmedidamente irrespetuosos que se empeñan en enmendar la plana a los que mojaron la pluma en su propio tintero; tan voluptuosamente fáciles que no dejan hueco a la imaginación y provocan un desasosiego existencial para el que no hay remedio conocido; tan calculadamente reales que casi podemos vernos entre sus páginas como si fueran espejos de una atracción de feria; tan enrevesadamente maléficos que nos dejan temblando en mitad de la noche como niños perdidos que ya no pueden volar;  tan irónicamente planeados que la mano que los dibujó todavía se ríe de nosotros aunque nos lleve algunos siglos de distancia; tan sarcásticamente geniales que fueron capaces de escribir derecho en renglones llenos de entuertos; tan asombrosamente ligeros que tienen el poder de llevarnos a lugares y épocas, en los que por suerte o por desgracia no estuvimos, para mostrarnos la realidad tamizada con el filtro de la sorpresa, para instalarnos en el cerebro la comezón de la duda pertinaz; tan incisivamente acerados que nos hacen cuestionarnos nuestra propia existencia y nuestros actos, qué haríamos si estuviéramos allí, si fuéramos víctima o verdugo, si fuéramos buenos o extraordinariamente malos, si no quisiéramos ser buenos, ni valientes, ni redimirnos, si supiéramos que el infierno nos espera y no somos aptos ni para él; tan venturosamente fértiles que nos llenan la cabeza de pájaros que echarán a volar de un momento a otro, dejando el nido tan vacío que no habrá forma de rellenarlo; tan dogmáticos que nos impulsan a levantar la voz desde algún púlpito y convertir en dogma de fe lo que ni siquiera nosotros podemos creer, porque la tentación es tan grande que caer en ella sería como dejarse arrastrar a una fantasía que ni a nosotros mismos nos satisfaría; tan descabalados que olvidamos que solo son ficción.

 

 

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